Rosa Montero
Como La Vida Misma
Las nueve menos cuarto de la mañana. Semáforo en rojo, un rojo inconfundible. Las nueve menos trece, hoy no llego. ¡Embotellamiento de tráfico! Doscientos mil coches junto al tuyo. Tienes la mandíbula tan tensa que entre los dientes aún está el sabor del café del desayuno. Miras al vecino. Está intolerablemente cerca. La chapa de su coche casi roza la tuya. Verde. Avanza, imbécil. ¿Que hácen? No arracan. No se mueven, los estúpidos. Están paseando, con la inmensa urgencia que tú tienes. Doscientos mil coches que salieron a pasear a la misma hora solamente para fastidiarte. ¡Rojjjjo! ¡Rojo de uuevo! No es posible. Las nueve menos diez. Hoy desde luego que no llego-o-o-o… El vecino te mira con odio. Probablemente piensa que tú tienes la culpa de no haber pasado el semáforo (cuando es obvio que los culpables son los idiotas de delante). Tienes una premonición de catastrophe y derrota. Hoy no llego. Por el espejo ves cómo se acerca un chico en una motocicleta, zigzagueando entre los coches. Su facilidad te causa indignación, su libertad te irrita. Mueves el coche unos centímetros hacia el de detrás. Das un salto, casi arrancas. De pronto ves que el semáforo sigue aún en rojo. ¿Que quieres, que salga con la luz roja, imbécil? De pronto, la luz se pone verde y los de atras pitan desesperadamente. Con todo ese ruido reaccionas, tomas el volante, al fin arrancas. Las nueve menos cinco. Unos metros más allá la calle es mucho más estrecha; sólo cabrá un coche. Miras al vecino con odio. Aceleras. Él también. Comprendes de pronto que llegar antes que el otro es el objeto principal de tu existencia. Avanzas unos centímetros. Entonces, el otro coche te pasa victorioso. Corre, corre, gritas, fingiendo gran desprecio. ¿Adónde vas, idiota? tanta prisa para adelantarme sólo un metro. Pero la derrota duele. A lo lejos ves una figura negra, una vieja que cruza la calle lentamente. Casi la atropellas. “Cuidado, abuela”, gritas por la ventanilla; estas viejas son un peligro, un peligro. Ya estás llegando a tu destino, y no hay posibilidades de aparcar. De pronto descubres un par de metros libres, un pedacito de ciudad sin coche; frenas, el corazón te late apresuradamente. Los conductores de detrás comienzan a tocar la bocina: no me muevo. Tratas de estacionar, pero los vehículos que te siguen no te lo permiten. Tú miras con angustia el espacio libre. De pronto, uno de los coches para y espera a que tú aparques. Tratas de retroceder, pero la calle es angosta y la cosa está difícil. El vecino da marcha atras para ayudarte, aunque casi no puede moverse porque los otros coches están demasiado cerca. Al fin aparcas. Sales del coche, cierras la puerta. Sientes una alegría infinita, una enorme gratitud hacia el anónimo vecino que se detuvo y te permitió aparcar. Caminas rapidamente para alcanzar al generoso conductor, y darle las gracias. Llegas a su coche; es un hombre de unos cincuenta años, de mirada melancólica. Muchas gracias, le dices en tono exaltado. El otro se sobresalta, y te mira sorprendido. Muchas gracias, nerviosamente. “Pero, ¿que quería usted? ¡No podía pasar por encima de los coches! No podia dar más marcha atrás.” Tú no comprendes. “Gracias, gracias” piensas. Al fin murmuras: “Le estoy dando las gracias de verdad, de verdad…” El hombre se pasa la mano por la cara, y dice: “Es que este trafico, estos nervios.” Sigues tu camino, sorprendido, pensando con filosófica tristeza, con genuino asombro. ¿Por qué es tan agresiva la gente? ¡No lo entiendo!